Latinoamérica

Coyuntura crítica, transición de poder y vaciamiento latinoamericano

Por Guadalupe González González, Mónica Hirst, Carlos Luján, Carlos A. Romero, y Juan Gabriel Tokatlian

Publicado en Nueva Sociedad - N° 291
Buenos Aires. Enero / Febrero 2021

https://nuso.org/articulo/coyuntura-critica-transicion-de-poder-y-vaciamiento-latinoamericano/

 

Los efectos de la emergencia sanitaria, económica, social y política se sentirán con especial fuerza en América Latina y el Caribe. Al mismo tiempo, es posible observar una impotencia política de la región frente a la coyuntura crítica global. Por ello, resulta importante caracterizar las peculiaridades de la doble crisis del regionalismo latinoamericano y del multilateralismo interamericano. Las causantes del proceso de «vaciamiento latinoamericano» responden, sobre todo, a dinámicas que operan dentro de la región, agravadas por la pandemia.

 

El horizonte como desafío

El panorama internacional para el bienio 2021-2022 se perfila como uno de los más turbulentos desde el fin de la Guerra Fría. Los saldos de la emergencia sanitaria y del hundimiento de la economía mundial en la pobreza, la desigualdad, el desempleo, el hambre, el desplazamiento, el malestar social y la inestabilidad política se sentirán con fuerza en todos los rincones del orbe, muy especialmente en América Latina y el Caribe. Además, el escalamiento de la rivalidad entre Estados Unidos y China tras la pandemia, con sus consecuencias geopolíticas, ha generado crecientes presiones sobre el erosionado andamiaje multilateral global. Hace tiempo que asistimos a un complejo proceso de redistribución de poder, con el inminente descenso de EEUU, el acelerado ascenso de China como nueva gran potencia, el resurgimiento de una Rusia asertiva y perturbadora y el extravío de Europa. Pero, en 2020, nos enfrentamos a algo más complejo.

¿De qué estamos hablando? De una coyuntura crítica en medio de una transición de poder que sacude los cimientos del orden mundial liberal en todos los ámbitos. De una coyuntura crítica en el sentido de una situación histórica en la que, al romperse los equilibrios previos del orden social, en este caso a escala global, los liderazgos políticos enfrentan la necesidad de decantarse por alguna de las distintas opciones de reconstrucción de nuevos equilibrios o de adaptarse a las nuevas circunstancias. Y de una transición de poder en el plano sistémico en tanto que hay una disputa, entre una potencia en declive y otra en ascenso, por la distribución relativa de capacidades materiales, influencia y prestigio, con un componente inherente de conflicto.

Toda coyuntura crítica obliga a la acción y toda transición de poder es, por definición, conflictiva. Se avecina así un nuevo bipolarismo de naturaleza muy distinta de la bipolaridad de la Guerra Fría en, al menos, cuatro aspectos fundamentales: el alto nivel de interdependencia e interconexión global; la baja polaridad sin la estructuración de bloques rígidos (hasta ahora); las lógicas laxas y/o difusas de los liderazgos dominantes; y, por último, la presencia de diversos tipos de regionalismo y grados de regionalización. En este cuadro, están aún por delinearse las capacidades de conducción de las instituciones políticas en el nivel mundial para gestionar la actual coyuntura crítica y su multidimensionalidad sanitaria, económica, social, política y de seguridad1.

Una sucesión de procesos interconectados explica la presente complejidad. La gran recesión económica irrumpió en 2008 sin que, a pesar de las promesas del G-20, se hubiera acordado una eficaz regulación del capital financiero. Se fue enraizando una globalización asimétrica portadora de desigualdad y sensación de precariedad por el desmantelamiento del Estado de Bienestar. Estamos en presencia de una persistente retracción de la democracia liberal sin que podamos anticipar a qué espacios híbridos o autoritarios podría llegar la última ola democrática o cuáles son las condiciones para que perduren sociedades fracturadas, decaídas y/o movilizadas.

Este es el contexto en que estalló el covid-19, una pandemia que revalida la desilusión frente al estado de cosas pero que no necesariamente implica que, ahora sí, de inmediato, vayan a forjarse pactos sociales inclusivos, Estados pujantes y un sistema mundial con capacidad de respuesta. Asistimos a uno de esos momentos en que los ciclos largos y cortos de la historia se relacionan con acontecimientos inesperados para trastocarlo todo, colocando a las regiones periféricas como la latinoamericana ante el imperioso dilema de repensar en colectivo sus relaciones intra y extrarregionales o seguir la lógica de «sálvese quien pueda» para navegar sin puertos seguros.

La particularidad del presente latinoamericano es que la región en su conjunto enfrenta mal parada esta marea de transformaciones sistémicas, tras un proceso largo y gradual de pérdida de gravitación internacional, dividida y fragmentada, sin una voz común y sin mecanismos funcionales de articulación ni liderazgos para encabezar la acción colectiva. Esto no fue así en contextos históricos anteriores como la crisis de 1929, la posguerra de 1945 o la caída del Muro en 1989; tres puntos de inflexión en los cuales la región demostró capacidad de respuesta y visión de futuro. El momento actual es distinto por la confluencia de factores que han conducido a lo que aquí llamamos el «vaciamiento latinoamericano», para referirnos a la situación de ausencia deliberada de acción colectiva de la región que, de no revertirse, podría conducir a la pérdida de su condición de actor en el sistema global y a su mera expresión geográfica.

El proceso que conduce a este estado es el tema principal de este artículo, el cual tiene un doble propósito: a) ofrecer algunas reflexiones de carácter analítico que contribuyan a entender la etapa actual de impotencia política de América Latina y el Caribe frente a la coyuntura crítica global y la transición de poder mundial en curso; b) identificar y caracterizar las peculiaridades de la crisis simultánea del regionalismo latinoamericano y del multilateralismo interamericano. El argumento central es que las causantes del proceso de vaciamiento latinoamericano responden, sobre todo, a dinámicas que operan dentro de la región, agravadas hoy día por la pandemia. Tal línea interpretativa no pretende descartar la incidencia de factores externos, en particular, los daños infringidos por las simbiosis y efectos visibles de la preeminencia de eeuu, agravados durante el gobierno de Donald Trump. Pero sí insistir en que las rutas de escape del abismo y de recuperación de impulsos constructivos serán propias de la región, tomarán un tiempo y requerirán ir más allá de la mera restauración de fórmulas del pasado.

 

De regiones y regionalismos: configuraciones económicas y tejidos políticos comunes

El siglo XX cerró con una ola expansiva de regionalismo, con proyección mundial, que se mantuvo activa en los siguientes tres lustros. En este marco, en el periodo 2011-2018 la cantidad de acuerdos regionales de comercio saltó de 445 a 669, es decir, tuvo un incremento de alrededor de 50%2. Estas cifras comprenden un aumento significativo de uniones aduaneras y de acuerdos de integración económica de índole crecientemente plurilateral más que bilateral. En esta ola se observaron configuraciones multirregionales novedosas de megaproporciones, como el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), firmado en 2016, y la Asociación Económica Integral Regional (RCEP), acordada en noviembre de 2020 entre la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (asean, por sus siglas en inglés) y China, Japón, Corea del Sur, Nueva Zelandia y Australia. Un mismo tipo de movimiento es perceptible con respecto a las organizaciones regionales con agendas ampliadas que expandieron su proyección, ya sea en cantidad, en el incremento de membresías simultáneas por parte de los Estados o en puentes de diálogo y colaboración interregionales3. En este último caso, en América Latina y el Caribe se ubican iniciativas birregionales multilaterales como el acuerdo de libre comercio, aún inconcluso, entre la Unión Europea y el Mercado Común del Sur (Mercosur), con base en el Acuerdo Marco de 1999, y bilaterales como el Foro China-Celac (2014).

Las tendencias mencionadas, entretanto, no han sido homogéneas, lineales ni igualmente resistentes a los cambios producidos por las coyunturas internacionales. Cuando se comparan las realidades de Europa, Asia, África y América Latina, son innegables los contrastes en cuanto al tipo y cantidad de recursos políticos e institucionales sobre los cuales están ancladas y sus respectivas posibilidades de gobernanza regional. También es importante subrayar la diversidad en materia de alineamientos y grados de exposición o vulnerabilidad frente a las grandes tendencias globales, particularmente la tensión EEUU-China. Los niveles distintos de exposición se hacen visibles en los contextos de conflictos y/o crisis severas, donde las tendencias hacia la fragmentación y las rivalidades son exacerbadas por un amplio arco de motivaciones, sean ellas de carácter ideológico, religioso, soberanista, nacionalista o separatista. En este tipo de diferenciación saltan a la vista los contrastes Norte-Sur de los regionalismos contemporáneos. Por un lado, el proceso europeo pertenece a otra índole de construcción colectiva cuando se comparan los niveles de autonomía geoestratégica y los escalones ascendidos en la sustentabilidad de la ecuación paz y seguridad/integración económica. Por otro, están las regiones que integran el Sur global, que presentan diferenciaciones en cuanto a sus pesos estratégicos en el tablero de la política internacional. Realidades producidas por fragmentaciones y polarizaciones políticas intrarregionales pueden tanto profundizar la intranscendencia estratégica como llevar a que se obtenga una parcial relevancia. Ejemplos de esa tendencia son el lugar que ocupa Oriente Medio como causante de 78,4% de los vetos en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), o el de África como región que concentra 64,2% de la agenda del mismo Consejo.

Las respuestas regionales e interregionales a la pandemia de covid-19 también han puesto en evidencia las particularidades de los distintos regionalismos. Se observan reacciones que van en la dirección de producir más regionalismo –como en partes de Asia y África–, así como movimientos compensadores que buscan profundizar los vínculos y compromisos de coordinación y cooperación. En términos institucionales, la UE, la asean y la Unión Africana (ua) han buscado profundizar y ampliar agendas coordinadas para lidiar con los percances en el campo sanitario desde el prisma del bien público regional. Ya América Latina se ha mostrado de espaldas a las tendencias dominantes del regionalismo en el mundo4.

 

América Latina y el Caribe, de ayer a hoy

La primera década del siglo xxi mostró lo que algunos denominaron una «nueva» América Latina, con mayor crecimiento, estabilidad democrática y autonomía internacional. El dato más trascendental fue el significativo aumento de los precios de los productos primarios agrícolas, mineros y energéticos que exporta la región, que permitió altas tasas de crecimiento y la posibilidad de incrementar las arcas de los gobiernos, que se encontraban disminuidas por las medidas promercado de los lustros previos. También fue posible, en particular en América del Sur, recuperar una histórica aspiración de construir su propia voz política anclada en una agenda de coordinación intrarregional que buscaba una expresión colectiva ante asuntos claves –como infraestructura, energía y políticas de defensa– y promovía la diversificación de las relaciones exteriores y las alianzas extrarregionales. En un primer momento (2005-2015), la combinación generada entre el ascenso económico de China y la menor atención política de EEUU como consecuencia de sus prioridades estratégicas representó externalidades favorables para que estos cambios se produjesen.

A pesar de un contexto interno e internacional propicio, la matriz social, política y económica de los países de la región no se alteró significativamente. Se redujo la pobreza por medio de políticas inclusivas, pero no la fragilidad de los sectores populares obligados a convivir con persistentes niveles de desigualdad de derechos y condiciones de vida. Se recuperó el rol del Estado, pero no necesariamente sus capacidades de proveer bienes públicos de forma sostenible. Se creció a tasas importantes, pero no hubo una mejora sustantiva en materia de competitividad tecnológica, innovación científica o diversificación de la estructura productiva. Las democracias electorales siguieron funcionando sin que hubiera mayores avances institucionales en los sistemas de representación política, Estado de derecho y libertades civiles, de forma de evitar deslices políticos y las malas prácticas que condicionaban la calidad de la gobernabilidad democrática. Entre varios entorpecimientos, se destacan el proceso de judicialización de la política y el agravamiento de las condiciones de seguridad pública, con sus viciadas ramificaciones en los aparatos estatales.

Luego, los déficits mencionados se hicieron sentir, con el desgaste que distanció a los gobiernos de izquierda y centroizquierda de las expectativas transformadoras de los años anteriores. La respuesta política se dio en los años 2014-2019, cuando en diversos países de la región asumieron gobiernos que buscaron descartar las orientaciones previas y defendieron la aplicación de recetas económicas liberales acompañadas por políticas exteriores que explicitaban afinidades ideológicas con EEUU. Una fatiga política semejante afectó a los gobiernos de derecha y centroderecha que habían sostenido opciones de regionalismo abierto, como la Alianza del Pacífico (AP). Esas tendencias se reflejaron en un proceso de desgaste generalizado de organizaciones que habían generado una expectativa de rejuvenecimiento del regionalismo, crecientemente lesionadas por la interiorización de polarizaciones que estimulaban un divisionismo intralatinoamericano, fundamentado principalmente en consideraciones cortoplacistas de política interna. Una mezcla de estancamiento, fragilidad y decadencia pasó a atravesar, con variada intensidad, al Mercosur, la Comunidad Andina de Naciones (CAN), la AP, la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (AlBA), la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), la Organización de Estados Americanos (OEA) y la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). Entre abril de 2018 y principios de 2019, Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Paraguay y Perú abandonaron la Unasur y Uruguay siguió los mismos pasos en marzo de 20205. A su vez, en marzo de 2019, se creó el Foro para el Progreso de América del Sur (Prosur), con la participación de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Paraguay, Perú y Guyana, una iniciativa por el momento con resultados efímeros e inconsecuentes.

Un factor clave adicional al proceso de vaciamiento regional, expuesto muy resumidamente, ha sido la ausencia de liderazgos regionales fuertes y propositivos con proyección de largo plazo y capacidad persuasiva. En el caso de Brasil, el desacoplamiento del multilateralismo regional ha sido deliberado y contundente, en tanto que desde México se proyectan iniciativas minimalistas y tímidas durante la Presidencia pro tempore de la Celac que, si bien logran mantener en funcionamiento el mecanismo en temas de cooperación técnica evitando cuestiones polémicas, no permiten atender los asuntos que dividen de fondo a la región6.

Sin lugar a dudas, la situación en Venezuela ha sido el epicentro de la crisis del regionalismo latinoamericano. La agenda regional se ha visto afectada por los efectos transfronterizos de la situación económica y social interna, la creciente polarización ideológica y su canalización política en la escalada de diferencias entre eeuu y el régimen venezolano. Desde el punto de vista interno, se viene observando un continuo movimiento de cierre político del gobierno de Nicolás Maduro, con fuerte impacto económico y social. En el último bienio, la crisis económica y la agravada crisis humanitaria en Venezuela, producto de la pobreza, el desempleo, la devaluación de la moneda local, la falta de inversiones y otros temas conexos, han provocado un crecimiento económico negativo y un empeoramiento de los indicadores sociales en el país7. Más de cinco millones de venezolanos han emigrado y siguen saliendo, en un proceso que ha impactado de varias maneras en los países vecinos. Al mismo tiempo, se observa una creciente internacionalización de la crisis venezolana, en el marco de una situación estratégica cerrada entre el interés de EEUU y sus aliados regionales de no permitir la presencia política de potencias y poderes intermedios en la región, y la conformación de alianzas del régimen de Maduro con un número importante de potencias y países intermedios como China, Rusia, Turquía e Irán. Esta internacionalización, entretanto, no ha revertido favorablemente la situación de impasse disruptivo para reposicionar a la región en el tablero de la política mundial8.

En vecindad y estrecha conexión con la crisis venezolana, se observa la continua deshidratación del posconflicto en Colombia frente a las dificultades del pleno cumplimiento del Acuerdo de Paz de 2016. Tanto Venezuela como Colombia destacan hoy en Sudamérica como países donde se generan constantes flujos de migración forzada y, en consecuencia, realidades violentas para millones de sus ciudadanos, con impacto directo sobre las condiciones de seguridad en extensas partes de la subregión andina9.

Un flagelo humanitario comparable ocurre a lo largo y ancho del espacio meso y norteamericano, aunque lamentablemente no suscite la misma atención y preocupación internacional o regional, e incluso subregional. La situación se ha agravado a raíz del cierre de las fronteras mexicanas y centroamericanas impuesto unilateralmente por la administración Trump, en el ánimo de contener las caravanas de migrantes que transitan hacia EEUU, expulsados por la grave situación de inseguridad, precariedad económica, deterioro ambiental y desastres naturales en sus países. Un legado de acuerdos bilaterales migratorios impuestos por EEUU, junto con el cierre de las políticas de asilo y refugio, se ha convertido en una bomba de tiempo.

Lo que se observa en América Latina y el Caribe es el estrechamiento de la vinculación entre fragmentación intrarregional y debilidad internacional, en una suerte de círculo vicioso que se ha agravado velozmente desde 2018. La pérdida de gravitación internacional ya era visible con anterioridad por indicadores de todo tipo. Si se mira con atención la trayectoria regional en materia de votaciones convergentes en el marco de la ONU, participación en las exportaciones mundiales, primarización de las economías, inversión en ciencia y tecnología, índices de desigualdad, atributos militares y ranking comparado de soft power, se advierte el declive de América Latina en contraste con otras regiones. El debilitamiento y la fragmentación han derivado en una mayor dependencia externa, tanto de un poder declinante como EEUU como de un poder ascendente como China. En México y América Central, incluso gobiernos de izquierda y de centro han optado por alinearse con EEUU como una respuesta pragmática de apaciguamiento o acomodamiento frente al unilateralismo y el «divide y vencerás» del gobierno de Trump. El corolario estratégico es el deslizamiento hacia modos de aquiescencia en lugar de opciones autonómicas, lo que afecta, con distintas modalidades e intensidades, los diversos ejes de articulación subregional de América Latina (Mesoamérica, Centroamérica, Caribe, mundo andino, Cono Sur, Sudamérica, Atlántico y Pacífico de América Latina).

Este es el escenario regional en que arriba el covid-19. La pandemia se inserta en un contexto de desilusión generada por la desaceleración económica, la convulsión política, el descontento social y la disgregación diplomática, acompañada por polarizaciones políticas intrarregionales. La crisis sanitaria ha desembocado en la peor crisis económica en la historia latinoamericana, que llevará a un retroceso de diez años en el ingreso por habitante. Sumando a estos indicadores, se prevé también un aumento de 5,4% del desempleo como consecuencia de la contracción económica, lo cual asimismo desencadenará un incremento en los niveles de personas en situación de pobreza10. Es pertinente también analizar los efectos de la pandemia sobre la interacción de América Latina con el resto del mundo. Mientras que el comercio mundial cayó 17% entre los meses de enero y mayo de 2020, América Latina fue la región en desarrollo más afectada por esta contracción, con un descenso de 26,1% en sus exportaciones y de 27,4% en importaciones11. La diversidad de las respuestas nacionales frente a la pandemia y la insuficiencia de tales respuestas frente a la gravedad de la crisis sanitaria, económica y social en los países de América Latina y el Caribe implican que, en 2021, los problemas asociados a la pandemia seguirán siendo una agenda pendiente y prioritaria en la región.

Se han publicado diversos escritos sobre los traspiés que condujeron al momento crítico que atraviesa el multilateralismo latinoamericano y su vinculación con la crisis del regionalismo posliberal y el proceso previo de estancamiento intermitente del regionalismo abierto. Prevalece la percepción de que esta realidad encuentra su principal explicación en un proceso de fatiga estimulado en gran medida –pero no solo– por contextos internos marcados por la polarización ideológica y la fragmentación política, con impacto desarticulador sobre los diferentes esquemas de integración y cooperación de la región12. Entre los puntos de concordancia sobre grandes causantes políticas destacadas en esta bibliografía se mencionan: el poder de erosión del impasse venezolano, el impacto del aislacionismo de Brasil con el corolario de la desaparición de Unasur y, por último, el repliegue de México, con la consecuente retracción de los mecanismos centroamericanos y de la AP; en el plano extrarregional, la rivalidad EEUU-China y la reducida y/o ambivalente presencia europea. Al mismo tiempo que esta bibliografía es valiosa y relevante para comprender el estado de la situación, en su conjunto conduce a concluir que el regionalismo latinoamericano ha perdido su capacidad de materializarse. Lejos de cuestionar esta idea, quisiéramos sumar elementos de complejidad.

Desde una perspectiva ontológica, el regionalismo para América Latina y el Caribe estuvo asociado a dos rutas que históricamente mantuvieron su paralelismo con grados diferentes de tensión, autonomía y/o diálogo. La convivencia entre dos sentidos de colectivo –la unidad latinoamericana-caribeña y una comunidad interamericana– ha constituido más un factor de división y dispersión que uno de unión y fortalecimiento recíproco. Innegablemente, la expresión más aguda de la crispación entre los dos caminos se dio con la confrontación albaoea en los años 2016-201913. Durante 2020 se observó la culminación de un desarmado simultáneo e igualmente dañino. La secuencia de sucesos que tuvieron lugar en el sistema interamericano ha sido elocuente en este sentido.

 

La acelerada degradación del sistema interamericano

El sistema interamericano, entendido como el conjunto de instrumentos e instituciones que han configurado las relaciones entre EEUU y América Latina por más de siete décadas, se encuentra en estado crítico tras una larga historia de altas y bajas. Durante la Guerra Fría, su funcionamiento se subordinó a las lógicas asimétricas de seguridad, que reflejaron la preeminencia estadounidense en la región impidiendo un multilateralismo integral y efectivo para atender las prioridades latinoamericanas. Luego, la Posguerra Fría abrió nuevos horizontes al permitir la ampliación de la agenda a temas de comercio, defensa de la democracia, protección de los derechos humanos y seguridad cooperativa, con la adopción del Compromiso de Santiago con la Democracia y la Renovación del Sistema Interamericano y de la Carta Democrática Interamericana en 2001. Los años entre 1990 y 2004 fueron de revisión e innovación conceptual, normativa e institucional, pero se vieron interrumpidos por los efectos del ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001 y el retorno de la agenda de Washington a temas de seguridad y terrorismo.

A partir de entonces y de la creciente divergencia entre visiones distintas de regionalismo en América Latina, ya no solo de corte liberal sino también desarrollista y autonómico, el sistema interamericano, y particularmente la OEA, iniciaron un periodo de irrelevancia institucional y zigzagueo político frente al desinterés de la Casa Blanca y los avances de un multilateralismo latinoamericano disociado de la injerencia estadounidense, pero con escasa densidad institucional y menor cobertura regional14.

El último intento de reconfiguración de las relaciones entre Washington y América Latina provino de los EEUU de Trump y contó con el apoyo de un número significativo de gobiernos latinoamericanos para atender a los objetivos, intereses y preferencias exclusivas de los sectores más conservadores de Washington, de acuerdo con la lógica de EEUU primero y con los intereses de algunas diásporas latinoamericanas en ese país, en particular, la cubana, la colombiana y la venezolana, mayormente ancladas en el estado de Florida. Los resultados alcanzados en esa dirección fueron favorecidos por la singular sinergia establecida entre la Casa Blanca y el secretario general de la OEA, Luis Almagro, con el acompañamiento y liderazgo activo de algunos de los países coaligados en torno del Grupo de Lima desde 2017 para coordinar posiciones frente a la crisis venezolana. Esta situación condujo a una sistemática degradación de las instituciones interamericanas en cuatro ámbitos claves: la defensa de la democracia, desde la OEA; la provisión de seguridad colectiva, desde el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR); la protección de los derechos humanos, desde la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH); y la asistencia financiera, desde el Banco Interamericano de Desarrollo (BID).

Durante estos últimos cuatro años, la Secretaría General de la OEA ha interpretado la tarea de defensa de la democracia como la de promocionar un cambio de régimen en Venezuela. De hecho, el propio Almagro trastocó la organización cuando, en febrero de 2019, asumió un rol activo de hostigamiento al gobierno de Nicolás Maduro para apoyar el intento fallido de ingreso forzoso de ayuda humanitaria a Venezuela. El mismo protagonismo fue buscado en los contactos con los gobernantes del Grupo de Lima, los altos funcionarios de la Casa Blanca y representantes de la oposición venezolana. La salida de Venezuela de la OEA ocurrió en 2019, al mismo tiempo que la organización reconocía a Juan Guaidó como «presidente encargado» de este país.

Luego, la OEA actuó como catalizador del proceso de disrupción institucional en Bolivia en 2019, legitimado por la interpretación de los resultados electorales de su equipo auditor, aun cuando esa interpretación no fue validada por otros actores internacionales ni por expertos electorales técnicos y académicos. Una rápida articulación, con fines desestabilizadores, de sectores políticos internos con las Fuerzas Armadas presionó al presidente Evo Morales para que dejara el cargo, lo que llevó a un interregno autoritario de un año en Bolivia. En septiembre de 2020, las nuevas elecciones resultaron en el triunfo categórico de Luis Arce Catacora y del Movimiento al Socialismo (MAS). En esta ocasión, la presencia de la ONU y de la UE fue fundamental para disociar la práctica de la observación electoral internacional de la desprolija actuación de la OEA un año antes.

Con respecto al TIAR, su invocación en septiembre de 2019, a partir de la solicitud de Colombia, para lidiar con la situación en Venezuela, ubicó a la región en la «alta política mundial» como no lo había estado desde la crisis de los misiles en Cuba en 1962; identificando una suerte de peligro para la seguridad internacional en América del Sur en el doble marco de la «guerra contra el terrorismo» y la «guerra contra las drogas», lideradas por EEUU. El uso de ese recurso reforzaba la sinergia generada entre la OEA y el Comando Sur en sus compartidos esfuerzos por identificar a Venezuela como una amenaza regional. Tal securitización se ha profundizado a partir de la activa agenda de colaboración militar entre Colombia y Brasil con el Comando Sur.

En el caso de la CIDH, los sucesos apuntan a un embate que pone en cuestión una ardua construcción institucional orientada por principios de autonomía, rigurosidad e independencia. Después de superar sus percances financieros en 2016, la CIDH pasó a enfrentar tensiones de otra índole. A partir de la asunción de Trump, los derechos humanos perdieron prioridad en las agendas estadounidenses de política exterior e interna por el avance y asertividad de los grupos conservadores evangélicos organizados en contra del aborto y los derechos lgbti+. EEUU rehusó asistir a las audiencias de la CIDH sobre inmigración a principios de 2017, se retiró del Consejo de Derechos Humanos de la ONU en 2018 y redujo año tras año las partidas presupuestarias para promoción de la democracia y los derechos humanos. En 2019, disminuyó su contribución a la CIDH acusándola, desatinada e injustificadamente, de promover la legalización del aborto y, en 2020, impuso sanciones contra la fiscal jefe de la Corte Penal Internacional, Fatou Bensouda, por «intentos ilegítimos de someter a estadounidenses a su jurisdicción». A las decisiones estadounidenses se sumaron otras desde América Latina. En abril, y en la única declaración trascendente, cinco países de Prosur (Argentina, Brasil, Chile, Colombia y Paraguay) le demandaron a la CIDH, después de insinuar su intromisión en asuntos internos, que respete «el legítimo espacio de autonomía» de los Estados. Los cuestionamientos a la CIDH vendrían también de gobiernos y sectores de izquierda latinoamericanos molestos por las resoluciones de la Comisión contra políticas de «mano dura» por parte de gobiernos tan disímiles como los de Venezuela, Nicaragua, Chile y Ecuador frente a las movilizaciones y protestas sociales en 2019 y 2020.

Con ese complejo telón de fondo, en 2020 se desató una fractura más entre el secretario general de la oea y la cidh que puso en riesgo la autonomía de esta última. La negativa por parte de Almagro de aceptar la decisión unánime de los siete comisionados de renovar el mandato de su secretario ejecutivo, Paulo Abrão, expuso en el seno del órgano más prestigioso de la organización la polarización que caracteriza las fisuras interamericanas.

Por último, cabe mencionar la crisis generada en el bid a partir del proceso de elección de un nuevo presidente en octubre de 2020. Aquí confluyeron dos hechos. Uno: el gobierno de Trump decidió asumir el control del banco, que eeuu ayudó a crear y financiar, con el propósito de condicionar la provisión de créditos y limitar la expansión de China en América Latina, en especial en el terreno de los proyectos de infraestructura, energía y tecnología. Dos: América Latina mostró una vez más su disfuncional fractura, que refleja divisiones políticas acumuladas, al carecer de una candidatura de consenso y de peso. En efecto, al presentarse el candidato norteamericano, Mauricio Claver-Carone, se produjeron fisuras regionales notorias. Brasil, Colombia, Uruguay, Paraguay y Ecuador lo apoyaron en forma automática, lo que significó un rechazo a los candidatos presentados por Argentina y Costa Rica. A su vez, entre las cuatro economías más grandes de la región hubo otro clivaje: Brasil y Colombia se manifestaron a favor de la elección estipulada para septiembre y Argentina y México, con el apoyo de Uruguay y Chile, pidieron postergar la votación en el marco de la pandemia. Este grupo cuestionaba el incumplimiento por parte de EEUU del pacto político tácito mantenido desde 1959 de que la Presidencia del BID la ocuparía un latinoamericano. Frente a la imposibilidad de frenar la acción divisionista de EEUU o de obstruir la votación por falta de quórum, Costa Rica y Argentina retiraron sus candidaturas de manera separada, lo que abrió la abstención como única posibilidad. El único candidato en competencia, Claver-Carone, resultó elegido con 30 votos (equivalente a 66,8% de los apoyos), mientras que la abstención obtuvo 16 votos (cinco de ellos de la región: Chile, Argentina, México, Perú y Trinidad y Tobago) y 11 extrarregionales (esencialmente europeos).

La llegada de un nuevo gobierno demócrata a EEUU en 2021 abre preguntas sobre el futuro funcionamiento y eficacia del BID, sea en función del déficit de legitimidad del proceso electoral de su nueva Presidencia o de los desafíos programáticos que se imponen con la profunda crisis económico-social agravada por el covid-19.

 

Reflexiones finales

Es de esperar que un esfuerzo para llenar lo que llamamos el vaciamiento latinoamericano no se dé con la misma velocidad con la cual se ha llegado a tal condición. Hemos buscado indicar de qué forma este impulso demoledor, motorizado por una sobrecarga de politización y polarización ideológica, operó en forma simultánea en los ámbitos del regionalismo latinoamericano y del multilateralismo interamericano. Además de la fragmentación ya señalada, nos encontramos en una situación de cooperación reducida, dada la extinción o inoperancia en la práctica de diversos esquemas de integración económica y concertación política que, en su momento, contribuyeron a dar una voz a América Latina y el Caribe en el contexto mundial.

Parecería un despropósito plantear la mera reconstrucción y replicación de experiencias pasadas. Los próximos dos años serán tiempos de cambios políticos y dinamismo social que tendrán sus reflejos en el tablero político latinoamericano y caribeño. El calendario electoral de 2021 indica contiendas presidenciales en Ecuador, Perú, Honduras, Nicaragua, Chile y Costa Rica, y elecciones de medio término en Argentina y México. En 2022, lo mismo ocurrirá en Colombia y Brasil. Paralelamente, en diferentes países como Chile, Bolivia y Cuba surgen procesos novedosos de representación, organización política y agenda de derechos. Aun cuando sea cierto que este es un panorama que indica vigor democrático, es incierto si se evitarán los caminos turbulentos y, por momentos, de legalidad dudosa que se repiten en la vida política de la región.

En el ámbito internacional, serán diferenciados los puntos de equilibrio y los márgenes de autonomía frente a las presiones/oportunidades que provienen de la doble dependencia respecto de China y EEUU. Se hace previsible una presencia ampliada de China en los esfuerzos de recuperación económica en América Latina y el Caribe, ya sea vía canales bilaterales o vía nuevos compromisos en los ámbitos multilaterales regionales como Celac o Cepal. También se hace previsible un escenario de incentivos para fortalecer los compromisos de la región con el universo normativo liberal liderado por Washington, con el probable endoso de la UE. Hay indicios de que vendrá un impulso hacia un interamericanismo renovado a partir del gobierno de Joe Biden, con especial atención a los temas de derechos humanos, protección ambiental y migraciones. No parece previsible que este «revival» implique reducir la influencia combinada de la base electoral latina de la Florida y el Comando Sur15. La decisión de la nueva administración de postergar para el segundo semestre de 2021 la Cumbre Hemisférica significa sumar un tiempo prudencial para ordenar la agenda y preparar el terreno. También servirá para que se tenga más claro el entrecruzamiento entre los canales de negociación y diálogo EEUUAmérica Latina y el Caribe y las expectativas estratégicas de Washington en la región. Está claro que habrá prioridades, como ya se indicó con el anuncio de la Alianza para la Prosperidad, un programa de cuatro años y 4.000 millones de dólares para atender las causas de la migración desde Centroamérica y que empata con el Plan de Desarrollo Integral impulsado desde la subregión junto con la Cepal.

Cuando observamos la actual situación regional a la luz de los análisis y diagnósticos recientes, está claro que somos muchos los que constatamos el vaciamiento latinoamericano con enorme desasosiego. Junto con las aportaciones recientes de los autores que siguen los temas regionales, concluimos que la coyuntura crítica que se impone con la pandemia de covid-19 amplió aún más la grieta entre regionalismo y regionalidad.

El año 2020 vendrá a representar un punto de inflexión para el regionalismo latinoamericano y caribeño, ciertamente su momento de menor expresión política en una coyuntura en que se lo necesita mucho. En este texto procuramos resumir los hechos y procesos que condujeron a este vaciamiento. Si bien el pesimismo de la razón deja poco lugar para el optimismo de la voluntad, consideramos necesario buscar horizontes constructivos que den impulso a otro tipo de tendencia.

Destacamos como conclusión seis rutas de escape que deberían orientar este esfuerzo: a) coordinación intergubernamental regional para lidiar con la pandemia de covid-19 y sus dramáticos impactos económico-sociales; b) diálogo político de carácter regional con el gobierno de Venezuela, los sectores políticos de oposición y las organizaciones sociales de este país, en especial para apoyar una salida pacífica, plural y socialmente inclusiva para la ciudadanía de este país; c) apoyo al proceso de paz en Colombia, cuyo freno y erosión conllevan el riesgo de que el Acuerdo de 2016 se transforme en letra muerta; d) atención de la gravísima situación humanitaria que afecta a los flujos de migrantes, refugiados y desplazados tanto en Mesoamérica como en Sudamérica, hoy más urgente por la pandemia; e) esfuerzos para que las instituciones interamericanas recobren representatividad, legitimidad y funcionalidad, con el propósito de que operen como espacios de diálogo y búsqueda de intereses comunes y no de aquiescencia al proyecto de poder de EEUU; y f) énfasis en la necesidad de que América Latina y el Caribe reaccionen al aislamiento y la irrelevancia en el plano internacional, sea desde los espacios mini y multilaterales, desde las instancias soberanas de las políticas exteriores de sus países o desde iniciativas de actores no gubernamentales y movimientos sociales. Para superar el aislamiento y la irrelevancia, es crucial que el regionalismo se pueda reactivar a partir de acciones que reflejen intereses comunes, tangibles y factibles con atención a los temas de máxima urgencia.

 

Nota: este ensayo es una versión sintética de un documento de trabajo sobre el estado y las perspectivas de las relaciones internacionales de América Latina y el Caribe en elaboración para la Fundación Friedrich Ebert. Agradecemos la asistencia de Lara Duboscq.

 

  1. Bruce Jones y Susana Malcorra: Competing for Order: Confronting the Long Crisis of Multilateralism, University School of Global and Public Affairs, Brookings, 2020.
  2. Kevin Parthenay: A Political Sociology of Regionalisms: Perspectives for a Comparison, Palgrave Macmillan, Cham, 2019.
  3. Diana Panke y Soren Stapel: «Exploring Overlapping Regionalism» en Journal of International Relations and Development No 21, 11/2016.
  4. Frederic Kliem: «Regionalism and Covid-19: How eu-asean Inter-Regionalism Can Strengthen Pandemic Management», informe de políticas, S. Rajaratnam School of International Studies, Nanyang Technological University, Singapur, 2020.
  5. Natalia Saltalamacchia Ziccardi: «La Celac y su vinculación con actores extrarregionales» en Wolf Grabendorff y Andrés Serbin (eds.): Los actores globales y el (re)descubrimiento de América Latina, Icaria, Barcelona, 2020.
  6. G. González González: «¿Qué se espera del rol del México en el Consejo de Seguridad de la onu?» en Nueva Sociedad, edición digital, 2020, www.nuso.org; M. Hirst y Tadeu Morato Maciel: «O tripé da política externa brasileira no governo Bolsonaro» en Boletim OPSA No 3, 7-9/2020.
  7. C. Romero: «Venezuela: un país bloqueado» en América Latina. El año político 2019, Les Études du ceri No 245-246, 1/2020.
  8. M. Hirst, C. Luján, C. Romero y J.G. Tokatlian: «La internacionalización de la crisis en Venezuela», Fundación Friedrich Ebert, Buenos Aires, 7/2020, disponible en http://library.fes.de/pdf-files/nuso/16444.pdf.
  9. Sandra Borda: «Colombia y la crisis venezolana: una estrategia fallida» en Nueva Sociedad No 287, 5-6/2020, disponible en www.nuso.org.
  10. Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal): «Pactos políticos y sociales para la igualdad y el desarrollo sostenible en América Latina y el Caribe en la recuperación pos-covid-19», Informe Especial Covid-19 No 8, 15/10/2020.
  11. Cepal: «Los efectos del covid-19 en el comercio internacional y la logística», Informe Especial Covid-19 No 6, 6/8/2020.
  12. Alberto van Klaveren: «Regionalism in Latin America: Navigating in the Fog», Working Paper Series No 25, SECO/WTI Academic Cooperation Project, 2018; Federico Merke: «Lo que sabemos, lo que creemos saber y lo que no sabemos sobre América Latina» en Pensamiento Propio No 45, 2018; W. Grabendorff y A. Serbin (eds.): Los actores globales y el (re)descubrimiento de América Latina, cit.; José Antonio Sanahuja: «La crisis de integración y el regionalismo en América Latina: giro liberal-conservador y contestación normativa» en Manuela Mesa (coord.): Ascenso del nacionalismo y el autoritarismo en el sistema internacional. Anuario CEIPAZ 2018-2019, CEIPAZ, Madrid, 2020.
  13. Gerardo Caetano, Camilo López Burian y C. Luján: «Liderazgos y regionalismos en las relaciones internacionales latinoamericanas» en Revista cidob d’Afers Internacionals No 121, 2019.
  14. J.G. Tokatlian: «El descalabro del sistema interamericano» en Nueva Sociedad edición digital, 9/2020, www.nuso.org.
  15. Edward Knudset: «No Going Back? A Transatlantic Cooperation Agenda under Biden», Hertie School, Jaques Delors Centre, 2020.

 

Francisco Diez

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