Latinoamérica

Colombia desbordada

Publicado en Revista Turbulencias - Ejemplar 4 - Septiembre 2021

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  • Por DOLORES AYERDI, mediadora especializada en conflictos comunitarios. Diplomada en Conflictología. Responsable de Gestión de Conflictos de la Defensoría del Pueblo de la Provincia de Buenos Aires. Integrante del grupo de voluntarios GReLA impulsado por Francisco Diez y Alejandro Nató, entre otr@s.
  • Por JUAN MARTÍN LIOTTA, abogado egresado de la Universidad de Buenos Aires. Maestrando en sociología jurídica. Integrante del grupo de voluntarios GReLA impulsado por Francisco Diez y Alejandro Nató, entre otr@s.

 

En Colombia se destapó la caja de los truenos. Las movilizaciones no piden desandar hacia el pasado, reclaman andar hacia un nuevo futuro. La política resiste, mientras la sociedad insiste en el cambio.

En los últimos meses los ojos del mundo apuntaron a Colombia. Un país en vela desde el inicio del Paro Nacional el 28 de abril, en rechazo a las políticas neoliberales de Iván Duque.

En abril de este año, el presidente anunció el envío al Congreso de una reforma tributaria que afectaría especialmente a quienes menos ingresos tienen puesto que, entre otras medidas, establecía una carga sobre los alimentos básicos. También formaba parte de la agenda gubernamental la reforma del sistema de salud. El paro fue masivo y miles de personas protestaron en las principales ciudades colombianas. La respuesta política fue la fuerza como garante del orden público, abriendo la puerta a una escalada de violencia y a tal desborde de las fuerzas de seguridad que solo durante la primera jornada se denunciaron dos manifestantes fallecidos y otros heridos por armas de fuego. Los videos e imágenes de la altísima violencia en las calles dieron vueltas por todos los medios del mundo.

Las manifestaciones en distintos puntos del país se prolongaron en el tiempo, resultando un hito histórico para la protesta social colombiana. Los informes consultados dan cuenta de decenas de personas asesinadas en el marco del paro, mujeres abusadas sexualmente dentro de comisarías, desapariciones, o jóvenes que perdieron la visión. Las imágenes capturadas mostraron civiles disparando contra grupos indígenas, comisarías en llamas, bloqueos de rutas, desabastecimiento de alimentos. La comunidad internacional advirtió sobre el uso desmedido de la fuerza, manifestando su preocupación por las graves y numerosas denuncias de violaciones a los derechos humanos. Todo esto ocurrió en medio del pico de casos de Covid-19 con los servicios de terapia intensiva colapsados y una economía paralizada.

La decisión del gobierno de dar marcha atrás con ambas reformas no alcanzó ni por asomo para frenar las protestas y los bloqueos en distintos puntos del país. Porque el reclamo no se reduce a eso, la sociedad colombiana está rediscutiendo su contrato social.

El Comité Nacional de Paro presentó un pliego con dieciocho exigencias que incluyen, entre otros, políticas anticorrupción, reformas educativas, el cumplimiento de los acuerdos de paz, el desmonte definitivo del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) y la creación de un cuerpo especializado en la protesta social con perspectiva de derechos humanos, políticas que promuevan la igualdad de género y la protección de niñas, niños y adolescentes, la preservación del medioambiente, el reconocimiento a la autoridad indígena en materia ambiental, y la incorporación del Acuerdo de Escazú a la legislación vigente.

Colombia es, junto con Brasil, el país más desigual de América Latina (1). No parece ser casualidad que el volcán erupcionara al conocerse una reforma tributaria regresiva. La pobreza y pobreza extrema hacia 2019 eran de 31,7 por ciento y 12,8 por ciento, respectivamente, datos que ubican a Colombia entre los países con más pobreza de la región (2).

 

El espejo retrovisor

La situación es sumamente compleja, y para entender qué está pasando, queremos referirnos brevemente al pasado. Hace más de cincuenta años que Colombia atraviesa un conflicto armado interno que dejó cientos de miles de muertos, millones de desplazamientos forzados y consecuencias imposibles de medir con exactitud. Durante los últimos 15 años se intentó llevar adelante más de un proceso de justicia transicional, capaz de terminar con el conflicto y devolver la paz a la sociedad.

En el 2016, a pesar de que la población se manifestara en contra, se celebró el Acuerdo de Paz con las FARC, que estableció el cese al fuego y la creación de un complejo sistema de justicia transicional conformado por la Comisión de la Verdad, la Jurisdicción Especial para la Paz y una Reforma Rural Integral, entre otras medidas e instituciones.

A cinco años de ese acuerdo se lograron ciertos avances; sin embargo, el conflicto armado sigue vigente –con el Ejército de Liberación Nacional, un sector disidente de las FARCs y otros–, más de 900 defensores de los derechos humanos fueron asesinados desde entonces, los desplazamientos forzados no se detienen y la sociedad se manifiesta notablemente disconforme.

En el 2018, Iván Duque llegó a la presidencia con un discurso anti Acuerdo de Paz. El ex presidente Uribe, de su mismo partido, había denunciado que celebrar tal acuerdo abría la puerta hacia el castrochavismo. En ejercicio de su mandato, el actual Presidente Duque fue acusado reiteradamente de sabotear y desfinanciar el proceso de justicia transicional. Además, logró consagrarse como un dirigente completamente apático con la sociedad. Cuando en 2019 un periodista le preguntó qué opinión le merecían los bombardeos en Caqueta, Duque, luego de ignorarlo, le respondió: ¿De qué me hablas, viejo?

Con la misma sensibilidad reaccionó ante las protestas y manifestaciones: enviando al ESMAD y al Grupo Especial de Operaciones (GOES), unidades de la Policía Nacional que se encargaron de reprimir sistemáticamente a la población durante las protestas. La Corte Constitucional colombiana había advertido en 2020 sobre la ESMAD afirmando que “sus actividades no controladas representan un riesgo, una amenaza seria y actual para quien pretenda salir a movilizarse para expresar pacíficamente sus opiniones, porque su actuar lejos de ser aislado, es constante y refleja una permanente agresión individualizable en el marco de las protestas (3). La policía colombiana, dependiente del Ministerio de Defensa y pensada como instrumento de represión a subversivos guerrilleros encontró en las manifestaciones un nuevo enemigo interno al cual combatir.

 

Las protestas no son nuevas

En 2019, los estudiantes universitarios organizaron una marcha multitudinaria reclamando por el desfinanciamiento del sistema educativo. El gobierno respondió con violencia policial y represión. En septiembre de 2020, se viralizó un video de la policía electrocutando a un abogado con una pistola TASER, mientras este suplicaba que se detuvieran.

Otra reacción del presidente tras dos meses de protestas fue la de ordenar al Congreso el tratamiento de un proyecto que criminalice la protesta, afirmando: Necesitamos endurecer penas y que vayan a la cárcel. Duque desacredita las protestas contra su gobierno, moviendo el foco a ciertos actos de vandalismo e invisibilizando las demandas de la sociedad. El derecho a la protesta es el primer derecho de los ciudadanos. Si es limitado, los demás derechos serán meros enunciados, disminuyendo la democracia al mínimo. Especialmente en aquellas situaciones donde parte de la sociedad atraviesa situaciones de profunda injusticia social o alienación legal.

En este escenario complejo como fragmentado, con una democracia que no da respuestas y un sistema político que tracciona hacia la polarización, sumado a un alto grado de deslegitimación de las instituciones –incluso la actuación del Defensor del Pueblo fue cuestionada–, ¿cuáles son los desafíos que enfrenta Colombia y qué ajustes en el sistema son necesarios para comenzar a transformar las causas raigales generadoras de pobreza y desigualdad? Medidas como la mesa de diálogo instalada entre gallos y medianoche por el Presidente Duque, ¿posibilitan realmente esos cambios estructurales que la sociedad requiere? ¿O no son más que gestos demagógicos? Otro modelo sociopolítico urge ser posible, capaz de abordar las múltiples violencias que, minuto a minuto, empujan a más personas al borde del sistema.

En el marco de democracias latinoamericanas que no han sabido regular el capitalismo, la desigualdad en la distribución de los bienes ni las formas desmedidas y poco sustentables de la producción y el consumo, ¿es posible, como plantea Feierstein (4), que esta pandemia sirva como eje y disparador para pensar otros modos de correlaciones de fuerzas, de articulación entre la sociedad, la economía y la vida? ¿O fue simplemente una ilusión a la que nos aferramos en sus comienzos para seguir creyendo que otras prioridades, otras comunidades y otro mundo son posibles?

Sin dudas los procesos de transformación profunda requieren de una construcción colectiva, con la participación de todas las voces en una verdadera interacción polifónica, articulando espacios a veces impensados que generen reconocimiento, dignidad y devuelvan humanidad.

La paz es un derecho que se hace efectivo sólo si va acompañado del acceso y el goce de otros derechos. Es nuestro compromiso ético como operadores de conflictos, colaborar con esos procesos de transformación sin cerrarles jamás el paraguas de los derechos humanos.

 

REFERENCIAS:

  • De acuerdo con los datos indicados por la Cepal, el índice de Gini era en 2019 de 0,529, valor que se acrecienta desde 2017. Ver Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), Panorama Social de América Latina, 2020 (LC/PUB.2021/2-P/Rev.1), Santiago, 2021.
  • Ídem punto “i”.
  • Corte Suprema de Justicia, Sentencia STC 7641-2020, 22 de septiembre del 2020. Pág. 100.
  • FEIERSTEIN, Daniel (2021) Pandemia: un balance social y político de la crisis del Covid-19. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Francisco Diez

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